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@Mangoz53

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Manuel Gómez Naranjo. Con tecnología de Blogger.
viernes, 23 de diciembre de 2016
Casi siempre asociaba a esa mujer con la suavidad de las formas y con una estética que algunos describirían como armoniosa; ella tiene el don de un cierto refinamiento que se opone a las estridencias, escapa de lo sutilmente escatológico y prefiere los espacios minimalistas en los que nada parece ser excesivo ni ruinoso. De allí que una de estas mañanas me sorprendí pensando en ella en medio de la algarabía del Mercado de Guaicaipuro.
-¿Por que esta incongruencia? – barrunté, sin encontrar una respuesta a esa evidente paradoja-; sin embargo luego caí en cuenta que era una asociación por contraste. Me quedé a escuchar el lugar y descubrí una interminable sarta de improperios al lenguaje; donde lo más potable era: ¡que tripeo pana!
Mi pensamiento lograba sortear la columna insufrible del reggaetón y los estrujones de los se afanaban, como yo, por hacer compras de última hora y se quedaba detenido en el olor de esa mujer mientras observaba una colilla de cigarrillo que giraba inocente por el piso seguida por la disputa de un par de indigentes que reclamaban el derecho a una última chupada; y de allí saltaba a una gorda gigantesca que poblaba el pasillo mientras sus nalgas parecían olas capaces de abatir el erotismo del más potente de los hombres. ¿Erotismo? Y mi cuerpo se metía en la regadera con esa mujer quien se bebía a Aristóteles y el cogito ergo sum y la Ontología del Lenguaje, con Nietzsche incluido; sorbía la literatura universal fruida en centenares de horas de placer estético: Cervantes, Borges, Boccaccio, Eco, Octavio Paz, Benedetti, Cavafis, Dante; Marguerite Yourcenar; Johann Golfgang Von Goethe; Homero, y un largo y substantivo etcétera.
Guicaipuro era una presencia omnímoda y farragosa que saturaba cualquier insinuación de esa mujer luminosa, ni dejaba heridas por las que pudiera fluir la belleza de un poema, pero la luz que entró por la fractura que dejaba la gorda al caminar me trajo un verso de homero: “Al mostrarse en el día la Aurora de dedos de rosa” y me trajo la perplejidad maravillosa de Sancho en la ínsula Barataria y la soledad de Robinson Crusoe, y la frustración de Samuel Robinson intentando, en un país de esclavos, enseñar lo que es el republicanismo: “una República, es una Res Pública, es decir una obra de todos”. La Aurora de dedos de rosa me toco el rostro y me hizo consciente de mi propio aislamiento, estaba solo en Guaicaipuro sin Viernes y sin Don Quijote y ni el olor de las empanadas podía distraerme de las memorias que guardo en las yemas de los dedos, en mi olfato, en mis visiones pasadas, en la intimidad de mi cuerpo profanado por el amor.   
La vendedora de empanadas se llamaba Wileydis y estaba embadurnada de masa de pie a cabeza, sin embargo dejaba traslucir una cierta felicidad inocente. Yo pensaba en la virtud de los que sirven por convicción, independientemente de donde se alimenten esas convicciones; es como quien decide hacer el bien sin estar muy convencido de la existencia del paraíso y sin el temor a las llamas crepitantes del infierno. Wileydis hizo resbalar seis empanadas sobre el aceite hirviente que crepitó sordamente en medio del bullicio de Guaicaipuro; pensé en cómo era posible que alguien pudiera llamarse como la empanadera y sonreír; pensé en esa mujer que tiene una boca como de durazno y un nombre que parece haber sido creado para ser cantado por un Aedo.
Ella estaba ahí en medio de Guaicaipuro, la traje a mi presencia empinándome sobre el barroco de un espacio saturado de ruidos y de olores, recordé el Khan el Kalili, de El Cairo, donde los vendedores te tocan con lujuria para venderte un pañuelo de colores o un collar de sándalo falso. Ella caminaba a mi lado con Borges como compañía y me imaginé construyendo un discurso para ella con la fórmula Borgeana: “Escribir un libro, un capitulo,  una página, un párrafo que sea todo para los hombres como el apóstol; que prescinda de mis aversiones, de mis preferencias, de mis costumbres, que ni siquiera aluda a éste conmigo”.
Guicaipuro, entonces, se tornó amable porque ella me permitió descubrir que la felicidad está agazapada en cualquier lugar, aun en una mujer que se llame Wileydis o en una gorda con el culo frondoso, o en los que tuvieron la dicha de compartir la última chupada de una colilla desechada. Ella siempre me salva, siempre me hace mejor, siempre me reivindica con la vida.


Manuel Gómez      

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