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@Mangoz53

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Manuel Gómez Naranjo. Con tecnología de Blogger.
miércoles, 25 de enero de 2017
 En las paredes imposibles de un Tepuy del Amazonas había una hendidura irrelevante que guardaba secretos de voces antiguas. Tales secretos estaban registrados en arcilla con el código maravilloso de los ideogramas. En su discurso predominaban los pájaros y las serpientes.

Cuenta esa cosmogonía que existió una Diosa alada que tenía los ojos claros y una boca carnosa; cuando se la miraba de perfil prefiguraba los rostros estupendos de los griegos sorprendentes que llegaron a construir el Partenón y contaron historias de hombres que dialogaban mansamente con sus dioses.

La Diosa se hacía llamar Mauruy fonema emparentado con el quechua que literalmente significa “mujer aérea”, y es que, Mauruy utilizaba el vuelo como argumento de creación y belleza. De tal forma que cuando los bosques se incendiaban y el espanto amenazaba a los habitantes de la selva, ella volaba suavemente sobre las nubes y hacia llover sobre los campos inventando la calma y la certidumbre de los seres.

Mauruy guardaba sus palabras para la liturgia y de ordinario solo reía. Cuentan los ideogramas que volaba y reía, por ejemplo, en abril y las flores estallaban en colores magníficos. Volaba sobre los ríos tumultuosos y estos se llenaban de promesas de peces e inundaban la piel cuarteada de las sabanas sedientas. Y mientras tanto ella callaba, se sabía una divinidad falible que demasiadas veces claudicaba de emoción ante la fragilidad humana.

Cuenta la historia que en la “creación alrededor de la piedra” o liturgia, Mauruy hacía derramar todas las cascadas de la tierra sobre una enorme roca para emerger entre una llovizna de arco iris plena de desnudes y de pureza. Ella flotaba sobre el mundo y luego reposaba extendida sobre la roca; lloraba la Diosa, gemía en el enorme silencio de la selva, su olor de miel y flanboyan poblaba los sentidos de sus criaturas y una humedad maravillosa los preparaba para el amor. La selva se llenaba de silencio hasta que ella decía desde su sueño de divinidad: “Yo soy el cielo y la tierra, en mi luz habita la salvación y la eternidad. Yo soy el cuenco sagrado del que tomarán las almas la sabiduría de los Dioses”. Y la selva en silencio iniciaba una fiesta de polen y de semen que alcazaba el eterno futuro de renovar el mundo desde la plenitud del placer.

Y luego Mauruy dormía extenuada. Los pájaros retomaron el canto hasta el anochecer haciendo coro a la risa nocturna de la Diosa quien estaba florecida de felicidad.

Los exegetas refieren, que de no ser apócrifa esta historia sagrada, resultaría extremadamente importante ejercitarse en la templanza y la sobriedad, porque estaría demostrado que la coexistencia del silencio y la risa son una anunciación del espíritu alado de Mauruy, con lo que resultaría muy inapropiada una humedad incontinente en medio de las urbes pobladas de seres que han olvidado los gestos de la caricia y el beso apasionado. Ello demostraría también que la ciudad es menos apropiada para la cópula que los espacios abiertos y que el smog espanta el espíritu alado y selvático de Mauruy.

Otros sabios afirman que a pesar del paisaje geográfico trastrocado por el cemento, la Diosa del Tepuy nos espía desde las hojas lánguidas de los helechos, desde el ladrido educado de los perros domésticos, y pervive en el color de las Orquídeas que se asoman a la orilla de los caminos.  “El espíritu de Mauruy –dicen- es el absoluto, nos trasciende desde su eterna divinidad; así que hay que mirar muy bien donde suele la gente guardar la felicidad en este tiempo”.

En el mundo sencillo de los mortales, un hombre devoto de Mauruy mira una serpiente -por decir un absurdo- y tiene reminiscencias de la liturgia de la roca, se estremece sin saber por qué y siente una mágica alegría, se podría decir que lo invade una certidumbre de que en cualquier momento sentirá el abrazo de salvación y eternidad de la Diosa Mauruy.



Manuel.

28/05/01

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