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@Mangoz53
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Manuel Gómez Naranjo. Con tecnología de Blogger.
Acerca de mí
I
Brillaba, la luz era tan cegadora que
sentí como me hirió en los ojos. Era él, esa figura esplendente y divina que se
balanceaba al ritmo de los cargadores, quienes sudorosos se afanaban por
adivinar los caprichos de Keops “El inmortal” cuyos gestos revelaban la soledad
y la fatiga del poder absoluto. Yo estaba sediento, pero la presencia del
Faraón era tan aplastante que todos caímos abyectos sobre el desierto de Giza.
Escuche el lejano rumor del viento y me percaté que se había hecho un silencio
ancho y espeso, me avergonzaba el latido de mi corazón: ¿Respiraría el Faraón?
¿Comería como el resto de los mortales? Mi cuerpo olvidó las fatigas de la
piedra y de la arena, mi sed se quedó suspendida en lo más alto de la pirámide
a medio terminar; sentía que era un ser bendecido por este encuentro con la
divinidad.
Las voces nos advirtieron que se
marchaban, con terror levanté los ojos para mirar el asombro, de los que como
yo, respondíamos al látigo y al gesto imperativo de la infinita burocracia del
Faraón; pero advertí que una luz distinta me tocaba las sienes; y entonces la
descubrí, era hermosa como la libertad, su cabello fue movido por la brisa y me
pareció una efigie dorada como las que guardan los nobles en las tumbas
sagradas; era esa mujer la que ahora me miraba a los ojos desde su lejanía, era
esa mujer la que extendió una jarra bruñida sobre mi sed y llovió sobre mi su
bondad incomparable. Fueron tres segundos que parecieron siglos, tres segundos
que me trajeron el rumor del gran río olvidado, tres segundos por los que
estaba dispuesto a negociar todo mi pasado; descubrí que solo me interesaba el
presente, que sólo era importante ese momento justo en que sus ojos se toparon
con los míos; pero ya estaba lejos. Dejó trazas de fragancia de rosas que borraron
el desierto y las pirámides y los esclavos y al Faraón. Perdí el sentido, pero
al despertar tuve la convicción de que entre ella y yo habría una comunión de
siglos, lo supe al sentir que me había derramado encima de las piedras sagradas
del Faraón.
II
Los siglos fueron cayendo como granos
de arena sobre la tempestad de mis memorias que se morían y renacían cada cien
años; y en este afán de eternidad navegué por ríos tempestuosos y por mares
remotos y tristes, estibando redes olorosas a sal e impregnadas de algas y de
arena; por veinte generaciones fui, una y otra vez, beduino en las soledades
del Sahara; nigromante iluminado en una aldea olvidada de Madagascar, mendigo
transmigrado y postrado en los arrabales malolientes de Rampur, y reí, femenino
y díscolo, como eunuco en un Harén de Bagdad.
Golpeo sudoroso el bronce para extraer
cencerros y jofainas, escupideras y campanas; mi turbante está empapado, mi
cuerpo es un océano ensombrecido por el hollín, el yunque crepita y brilla a
cada golpe de martillo, el sudor se evapora cuando cae sobre el fuego, el sudor
se desliza como una serpiente por mi entrepierna, vibra y se desliza sobre mis
nalgas tensas. Penetro una atmósfera sofocante que fatiga mis memorias en la
búsqueda de pasiones olvidadas. Hay una figura que se escapa por las hendiduras
de mi desmemoria de siglos, pero percibo su presencia, su olor diluido que no
corresponde a este infierno desmesurado y torpe. No sé como ocurrió pero el
martillo se resbaló de mis manos sudorosas y, tras un rebote en el yunque,
golpeó mi frente abriendo mi cabeza para que afloraran los recuerdos.
Desperté con el rumor de voces
femeninas, mis ojos buscaron la luz y las presencias; y ahí estaba; era ella,
esa mujer de pétalos dorados, deslizaba un esparto húmedo sobre mi herida
mientras tarareaba una canción que anunciaba la llegada del Mesías; la canción
contaba sobre la salvación y la vida eterna; pero yo sabía que era una
impostura porque eran los mismos ojos que me miraron antes. Tuve la certeza
cuando su mano trasgredió los bordes del esparto y rozó los límites de mi boca;
luego me echaron a la calle. Con el tiempo me declararon loco y atormentado por
mi obsesión compulsiva de fornicar con las sombras sobre las ruinas sagradas
del templo de David.
III
Atravesé los mares en barcos cargados
de ignominia para arribar a un mundo blanco y frío; no existíamos para otra
cosa que para la agricultura y la guerra. El honor solo era posible a partir de
la muerte de todo aquel que osara invadir la fertilidad de las riveras de
nuestros pequeños y helados ríos que, en nuestro mundo, tenían la pretensión de
ser inmensos.
Fui creyente de religiones precarias
que adoraban al trueno y a la tierra, corporizadas en figuras torpes hechas de
barro y de madera; oraba postrado, utilizando las palabras como espejos mágicos
que traen a la superficie todos los miedos que acosan al hombre desde que se
descubrió mortal y distinto a la naturaleza que lo vio crecer desde los
batracios, hasta este fabulador de seres inmortales que contienen atributos de
omnipresencia y de sanación que el hombre, su creador, se niega a sí
mismo.
Durante años luché contra aquellos
hombres de ojos acerados y diminutos que humillaron nuestras tierras con los
belfos de sus bestias y con la ferocidad de sus flechas. Eran millares,
derramaron su semen en nuestras mujeres para dejar en sus entrañas los enemigos
que estábamos obligados a amar y a proteger, para que a su vez murieran
guerreando contra sus antepasados.
También fui un ser anónimo, un ser ni
siquiera imaginado por algún contador de historias, pero conjeturo que fui
compañero de Droctulft, el guerrero lombardo que, encandecido por la
inteligencia inmortal que intuyó en la arquitectura de Ravena, abandonó a los
suyos para defender una ciudad que nunca lograría comprender plenamente; Droctulft y yo fuimos conversos, él por la
fuerza de los arcos romanos y los templos, y yo, porque en las callejuelas de
Ravena descubrí con asombro la estatua de una mujer alada que escaló siglos de
memorias precarias y de rupturas; estaba a las afueras de un templo y se
proponía esplendida en su desnudez. Bajo sus pies hermosos estaban inscritos
unos signos ininteligibles que yo asumí como un dictamen inescrutable pero
sagrado. Ella me miró con sus ojos de siglos mientras a mi alrededor la gente
moría indiferente. Los míos profanaron los templos y se perdieron en la
cuadratura de la ciudad y en la perfección policroma de los jardines, dejándome
a salvo bajo la sombra milenaria de esta mujer eterna.
Permanecí en Ravena y por las noches de
luna, ella y yo, espantábamos nuestras soledades con los gestos apagados de mis
manos irreverentes sobre sus tetas desnudas, hasta convertir mi devoción en el
Danubio olvidado, en un fluido perpetuo que salpicaba mis pies descalzos; mi fe
era impecable por tanta entrega y tanto fervor, así que me asumieron como uno
de los suyos y como el guardián espiritual de todo un imperio que estaba
empezando a morir.
IV
Y de pronto estaba en un mundo recién
estrenado, era un mundo de selvas luminosas y de ríos que parecían océanos, era
un mundo con seres que ostentaban un orgullo displicente, casi infantil; de
seres que adoraban a Quetzalcóatl, el Dios del viento y señor de la vida; la serpiente alada que resumía el cielo y la
tierra, lo angélico y lo diabólico, lo espiritual y lo humano. Esos seres que
seguirán profesando su amor clandestino al Dios del olvido que escapó sobre el
mar para no volver nunca a velar por la orfandad de una civilización devastada.
Allí, en las anchas calles de
Tenochtitlán, escapando de los eructos de fuego de los báculos de la fe,
escapando de aquellos a los que queríamos dar la bienvenida y hacerles conocer
la belleza del Náhuatl, todavía resuenan nuestras voces. En la cúspide de las
pirámides sagradas dejamos gravada la cuestión filosófica que interrogaba
nuestra aspiración de trascendencia ¿Habré de ser otra vez sembrado?
Hubiéramos ganado esa guerra pero no
estábamos preparados para la libertad; pensamos que la libertad es una entidad
metafísica y alada que llueve sobre nuestras cabezas insuflándonos vigor y
ganas de vivir; olvidamos que la libertad está constituida por un fuego
interior, por la templanza del espíritu sin imposturas y sin pliegues ominosos
que envilezcan la dignidad; por eso la libertad nunca llegó y nos acostumbramos
a la servidumbre; nuestra civilización es un coro que lanza sus cantos al
viento: “si eres criado de vocación, busca como amo a quien mejor pueda
utilizarte”.
De tal manera que fuimos lanzados a los
suburbios de la vida; somos como penumbras que discurren con la voluntad
confiscada por el poder. Yo no tenía voluntad, era el reflejo de las costumbres
de los que habían subido un monstruo sobre los escombros de su humanidad; así
que recordé mis tiempos de leopardo herido y escapé a las ciénagas para
construir un pequeño reino de libertad. Me hice mago de la palabra para
espantar los espíritus del mal que no eran otra cosa que los miedos antiguos
que aparecen en las noches cuando nos tornamos niños e inermes; ayudé en los
trabajos de parto sólo por asistir a la sorpresa de un llanto en medio de la
selva, disipé las fiebres con ungüentos revelados por una divinidad que apenas
recordaba, y desempolvé esperanzas con la fuerza de mis palabras que llegaron a
ser dignas y amadas.
Pero hasta mi reino llegaron ellos con
el fuego y con la fe. Asolaron nuestras casas, comieron nuestros cerdos con
fruición, y después nos arrastraron hasta sus altares donde fui acusado de
nigromante y endemoniado. Fui condenado a la flagelación, a la sed y al hambre
para que mi cuerpo expulsara a los espíritus malignos que lo habitaban; yo no
podía pedir perdón porque no sabía que los actos cumplidos de los hombres
pudieran ser enmendados, así que me moría expulsado del paraíso.
La entreví bajo los pliegues oscuros de
sus Hábitos religiosos, la adiviné en los olores a incienso que prefiguraban la
divinidad; ella dijo: “arrepiéntete hijo y acepta al señor como tu único
salvador”, y sus palabras no parecían sonidos sino rumores de azahar, eran como
cascadas de agua fresca que caían sobre mi cuerpo, así que pronuncié las
palabras que me han acompañado desde siempre: ¡sálvame y hazme bueno! Ella me
miró con ternura y dejó entre mis manos un rosario cristiano hecho con madera
de sándalo con incrustaciones de nácar que guardaron en su reflejo, por unos
segundos, su figura luminosa.
Ella me salvó, así que por las tardes,
mientras oraba, yo estrujaba el rosario sobre mi regazo para afirmar mi
salvación en su voz de azahar, en su cuerpo tibio oculto por los Hábitos
oscuros; las cuentas discurrían por mis manos como pezones duros, y el olor a
sándalo invadía mis sentidos con una pasión que dudaba entre la lujuria y la
fe. El templo era caluroso y espeso de tal forma que en el fervor de la oración
todo mi cuerpo se humedecía de tanto amar.
V
En esta ciudad llueve como cuando el
diluvio universal, llueve amainando el calor que sube desde el asfalto hacia
las pieles como un rocío en pleno mediodía. La ciudad entera es un mercado en
el que los gritos se alzan sobre el ruido de los carros, en el que la esperanza
de esa noche se anida en la mercancía vociferada; la gente discurre indiferente
y sofocada, la gente se amontona en los cruces y pide disculpas antes del
pisotón para avanzar como una avalancha de emociones que debe llegar pronto a
un lugar a donde nadie espera, que debe llegar a esa multitud atravesada de
soledad.
Este
día, como tantos otros, llueve. La ciudad parece un gran cuadro donde las
imagines han quedado inmóviles; las personas se adivinan a sí mismas bajo los
aleros mirando su intimidad como a una forastera incómoda que revela las
miserias escondidas; están allí aplastadas contra el paisaje brumoso de la
ciudad. Como una negación de que los hechos son
inestables por naturaleza. Narúz comentó un día que amaba el desierto porque
allí “el viento borra las pisadas de nuestros pasos como quien apaga una vela.
Lo mismo, creo, hace la realidad. ¿Cómo podemos entonces perseguir la
verdad?"
Yo soy una sombra con la memoria desvencijada y disuelta en ese
mercado profuso en que se había convertido la ciudad, pero intuyo que amo a una
mujer que se extravió en Tenochtitlán; creo descubrirla en los rincones mínimos, en los espacios abiertos, en las
páginas de los libros abstrusos; anoche, escapado del ruido, descubrí que Kurt
Gödel se apropió de una palabra que define mi relación con esa mujer; este
Gödel formuló un famoso “Teorema de la Incompletitud. De allí que, gracias
a este plagio de Gödel, descubro que el no estar con ella es un defecto que
inhibe mis posibilidades de felicidad.
Y sin esa posibilidad de felicidad la vida es un abismo en medio
de la lluvia. Cuando mis zapatos se hundieron en el agua, sentí que no tenía
salvación. Chapoteaba las calles con indiferencia; sentí pena por el país
dividido, por la miseria del poder que arrolla las certidumbres y la esperanza.
Se agigantó mi memoria semántica, la que me recuerda los gestos automáticos:
rascarse la nariz, mover las mandíbulas para comer, levantar los pies para
caminar. Me eché a volar con mi memoria episódica que siempre baipasea mis
recuerdos de esta migración y se remontan sobre los siglos para traerte hasta
mí; pero te busco y no estás, así que vuelvo sobre mi memoria semántica con mis
zapatos en el agua, con mis ganas enormes de dejarme llevar, con mi entrega.
De pronto, un rumor de azahar me arrancó de las fauces de un
camión y me metió bajo un paraguas, me habló de que algunas personas han sido
arrastradas por el río que atraviesa la ciudad porque se entretuvieron,
inocentemente, a orinar en su orilla, y me propuso un café como telón de fondo
de nuestra comunión. Al principio no me di cuenta pero sus palabras me fueron
revelando que era esa mujer; ella discurría sobre una frase de Arthur Danto a
propósito de su tesis sobre el final del arte: "Es difícil predecir lo
feliz que nos hará esta felicidad". Era la misma voz que me había urgido
hace siglos: “arrepiéntete hijo y acepta al señor como tu único
salvador”; pero esta vez pontificaba sobre Danto: “esa frase parece expresar lo
que en ocasiones no tiene un razonamiento lógico
porque simplemente pertenece al mundo de las intuiciones y peor aún, al
incierto y enigmático mundo del amor... pero me hace pensar: ¿por qué un
sentimiento que me hace dichosa y logra atraparme puede luego
transformarse en su contrario, paralizándome, quitándome todo hálito de vida?”
Ella tenía un vestido gris
que caía como la lluvia sobre su cuerpo con fragancia de rosas; sin saberlo su
intuición nos acercaba y otorgaba confianza, de tal manera que en el entusiasmo
de la conversación abrió las piernas como dos alas de mariposa, mientras yo
palpaba su intimidad con mis palabras: “desconfiar de los sentidos como
instrumentos de verificación de la realidad ha sido uno de los grandes temas de
la filosofía, como también el desconfiar de la razón dado que al pensamiento se
le ha acusado, no solo de conocer la realidad y de expresarla a través del
lenguaje, sino también de constituirla a la imagen y semejanza de quien la observa.
Sin embargo, más allá de la subjetividad de las percepciones, hubo siglos en
que me he sentido aéreo y luminoso por haberme topado con tus ojos, o roto y
desvencijado porque tu voz se me extravió en las fisuras del tiempo.”.
Las horas se agostaban en el café de tal manera que comenzamos a
vivir las memorias olvidadas de cuando Keops, de Jerusalén, de Ravena, de Tenochtitlán,
de los mismos libros leídos, de la música y las películas que nos habían hecho
llorar, de los cuadros que nos produjeron emoción; y así nos fuimos reconociendo. Volvimos a la calle con otra certidumbre, había
salido el sol y un extraño silencio invadía la ciudad; sabíamos que teníamos
tiempo para
tocarnos con usura, para producir un quiebre rotundo en las transparencias de
una sexualidad que estaba en reposo; yo florecía para ella: “eres
mi asombro, mi horizonte, mi motivación profunda”; mientras ella proponía: “eres como una finísima veladura, delgada y traslucida. Mi
cuerpo es como el lienzo donde tu transparencia y sus densidades se hacen
visibles. Te toco -me tocas- y te deslizas hacia lo profundo”.
Pertenecíamos a esa extraña
–se podría decir- escasísima- especie de humanos que aún conservaba el
cromosoma de la memoria. En aquel régimen autoritario y atroz se tenía por
costumbre que al momento del nacimiento (de hecho estaba ritualizado) se
alteraba el código genético para inhibir lo que llegó a ser una posibilidad:
recordar episodios de las vidas pasadas, cuando la gente se autogobernaba o
formaba parejas excluyentes y no sólo respondían a los planes reproductivos del
Estado omnipotente. De tal manera que los pocos que conservábamos ese cromosoma
de la memoria actuábamos en la clandestinidad, éramos expertos en el disimulo y
en la impostura de una indiferencia plana a partir de la cual se relacionaban
los humanos.
De todas las acciones
humanas la más vergonzosa y perseguida era la del ejercicio del amor, de tal
manera que mi encuentro con esa mujer a la que había perseguido durante siglos,
hoy era una posibilidad y un acto de rebeldía, por eso nuestros rostros
ocultaban el vértigo de tanto deseo contenido. Apenas podía susurrar: “te cuento que estoy con un afán de tus
memorias, por esa razón añoro casi todo; añoro por ejemplo nuestros encuentros
en los que al parecer, tus piernas se enredan en las mías como hiedras vetustas
y soleadas; añoro, también, tus besos tan holísticos que hacen difícil
distinguir donde están los límites difusos entre la ternura casi divina y la
pasión casi profana”.
Mis
memorias están entretenidas en la mujer que amo, así que continuo: “tuviste la
osadía de inventar una liturgia en la que tú, en postura de oración, bebías mis
códigos secretos uno a uno hasta completar el genoma esencial del que estoy
constituido y yo he hecho lo mismo” Se podría decir que el significado
hipocodificado de tal acto de postración no es otro que la creación de una
alquimia o de una piedra filosofal que resume en una succión la invención de la
felicidad.
Escapamos
de las calles que comienzan a poblarse con las ofertas de este mercado infinito
y barroco; lo único seco son mis zapatos que reposan bajo tu cama, mis zapatos
fatigados de buscarte ahora permanecen inmóviles y opacos. Por ti olvido las
maneras infinitas de cómo nos amamos y descubro que el olvido como la memoria
son un privilegio. Esos olvidos míos se remiten al mito de Sísifo, proponiendo
en esa frase lacónica, que yo olvido para poder vivir de nuevo, y hasta el
infinito, cada uno de los gestos que nos constituyen a ti y a mí como uno. “Tú
eres la piedra del Faraón; las ruinas sagradas del templo de David, la estatua
olvidada de Ravena y el rosario cristiano en el que se esparció mi simiente”
Ahora me derramo en ti y acierto. Empezamos a recuperar la libertad.
Manuel Gómez Naranjo
Caracas, 07 de diciembre de 2005
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RELATOS
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jueves, 23 de febrero de 2017
¿Que hago con mis manos que inadvertidamente reclaman
su autonomía? Mis manos que discurren en la luz buscando tus atardeceres con
una certeza incontestable y se sumergen en tus sombras sin preguntar el camino.
Mis manos que me abruman con sus vuelos nocturnos procurando
tu olor, tus vibraciones, tus humedades; esas humedades que explotan como
volcanes dormidos y nos hacen vivir este asombro vetusto, vesperal; este
asombro que mis manos aéreas no pueden colmar porque andan entretenidas en la
felicidad.
¿Qué hacer con estas manos que trajinan nuestras
memorias y nuestros anhelos? Habría que procurarles unos senos redondos y
turgentes que son como una alegoría del mundo en el que habita el Minotauro de
la esperanza. Habría que inventarle pozos perfumados de rosa, abrevaderos de
los sedientos de amor que se entregan a esa salvación después de haber fatigado
desiertos de soledad.
Mis manos son como alevines transparentes que nunca se
detienen en su aleteo, en su búsqueda; con el tiempo han aprendido a ser profanas,
saben de transgresiones, están concernidas en tus muslos y en tus nalgas, se
atreven a tus palpitaciones y a tus hogueras. No duermen, están alertas a la
espera de que llegue la mañana.
Manuel Gómez
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POEMAS
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sábado, 18 de febrero de 2017
Amanece
subsiste
se
estremece
sale a
pasear al sol
sus
pensamientos
deja un
latido fresco
en el
intento
y en
sus plenas orejas se enternece
Luego
sus ojos ojos
optométricos
ruedan
al tibio antojo
de la
calle
unos
dedos que pagan
epidérmicos
y
fijado en el pelo los detalles.
Luego
se guardó el rostro
entre
los gestos
fue a
buscar su sollozo
femoral
y se
dijo a romper nimios
respetos
mas
cerca de mi boca que del mar.
Manuel Gómez Naranjo
Caracas, 22 de febrero/85.
jueves, 16 de febrero de 2017
Todas
ellas con pasados y porvenires negros
colgando
de los hombros.
Las
niñas se perplejan como todas
las
moscas se detienen en su asombro...
pero
entre el maíz
la risa
suena igual a la felicidad.
Un
doctor explica y se multiplica
en voces
parece
absurdo el sol
¡y lo
normal!
ese
gordo aplastado en la alfombra
occidental
ese
mundo veneno en que posamos
ese
resumen loco de bondades.
Alguien
pensará en “El Mahatma”
picado
de pollitos.
Ho-Chi-Min
acaba de montar
un asno
egipcio
José
Leonardo holgazanea una
pipa de
agua
de
espaldas al cimarronaje
parloteante...
pero
entre las crinejas de arroz
la risa
suena igual a la felicidad.
Yo me
entretengo en ti
con una
lanza deicida entre los dientes
mientras
me
penetran anunciaciones adánicas
¡Yo me
refugio en ti!
Ese
ciego nos mira y nos denuncia
se ha
podrido el Corán
entre
sus manos
como se
pudre el tiempo
que nos
une.
El
burro acaba de cantar
una
canción
y se
larga con su angosta cola
cargada
de almanaques.
Me ha
perdido ese gesto
de
perderte...
¡no
vienes por mi vida simplemente!
como no
viene Dios hasta
esta
gente
“pero
hay un cielo” –dicen- “esperamos”
y
mientras se cuece la risa de maíz
igual a
la felicidad
la
brisa mueve apenas tu cabello
camarada
mujer.
Manuel Gómez Naranjo.
El Charqueia, 26 de agosto/86.
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