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@Mangoz53

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Manuel Gómez Naranjo. Con tecnología de Blogger.
viernes, 24 de febrero de 2017

I

Brillaba, la luz era tan cegadora que sentí como me hirió en los ojos. Era él, esa figura esplendente y divina que se balanceaba al ritmo de los cargadores, quienes sudorosos se afanaban por adivinar los caprichos de Keops “El inmortal” cuyos gestos revelaban la soledad y la fatiga del poder absoluto. Yo estaba sediento, pero la presencia del Faraón era tan aplastante que todos caímos abyectos sobre el desierto de Giza. Escuche el lejano rumor del viento y me percaté que se había hecho un silencio ancho y espeso, me avergonzaba el latido de mi corazón: ¿Respiraría el Faraón? ¿Comería como el resto de los mortales? Mi cuerpo olvidó las fatigas de la piedra y de la arena, mi sed se quedó suspendida en lo más alto de la pirámide a medio terminar; sentía que era un ser bendecido por este encuentro con la divinidad.
Las voces nos advirtieron que se marchaban, con terror levanté los ojos para mirar el asombro, de los que como yo, respondíamos al látigo y al gesto imperativo de la infinita burocracia del Faraón; pero advertí que una luz distinta me tocaba las sienes; y entonces la descubrí, era hermosa como la libertad, su cabello fue movido por la brisa y me pareció una efigie dorada como las que guardan los nobles en las tumbas sagradas; era esa mujer la que ahora me miraba a los ojos desde su lejanía, era esa mujer la que extendió una jarra bruñida sobre mi sed y llovió sobre mi su bondad incomparable. Fueron tres segundos que parecieron siglos, tres segundos que me trajeron el rumor del gran río olvidado, tres segundos por los que estaba dispuesto a negociar todo mi pasado; descubrí que solo me interesaba el presente, que sólo era importante ese momento justo en que sus ojos se toparon con los míos; pero ya estaba lejos. Dejó trazas de fragancia de rosas que borraron el desierto y las pirámides y los esclavos y al Faraón. Perdí el sentido, pero al despertar tuve la convicción de que entre ella y yo habría una comunión de siglos, lo supe al sentir que me había derramado encima de las piedras sagradas del Faraón.       

II

Los siglos fueron cayendo como granos de arena sobre la tempestad de mis memorias que se morían y renacían cada cien años; y en este afán de eternidad navegué por ríos tempestuosos y por mares remotos y tristes, estibando redes olorosas a sal e impregnadas de algas y de arena; por veinte generaciones fui, una y otra vez, beduino en las soledades del Sahara; nigromante iluminado en una aldea olvidada de Madagascar, mendigo transmigrado y postrado en los arrabales malolientes de Rampur, y reí, femenino y díscolo, como eunuco en un Harén de Bagdad.
Golpeo sudoroso el bronce para extraer cencerros y jofainas, escupideras y campanas; mi turbante está empapado, mi cuerpo es un océano ensombrecido por el hollín, el yunque crepita y brilla a cada golpe de martillo, el sudor se evapora cuando cae sobre el fuego, el sudor se desliza como una serpiente por mi entrepierna, vibra y se desliza sobre mis nalgas tensas. Penetro una atmósfera sofocante que fatiga mis memorias en la búsqueda de pasiones olvidadas. Hay una figura que se escapa por las hendiduras de mi desmemoria de siglos, pero percibo su presencia, su olor diluido que no corresponde a este infierno desmesurado y torpe. No sé como ocurrió pero el martillo se resbaló de mis manos sudorosas y, tras un rebote en el yunque, golpeó mi frente abriendo mi cabeza para que afloraran los recuerdos.
Desperté con el rumor de voces femeninas, mis ojos buscaron la luz y las presencias; y ahí estaba; era ella, esa mujer de pétalos dorados, deslizaba un esparto húmedo sobre mi herida mientras tarareaba una canción que anunciaba la llegada del Mesías; la canción contaba sobre la salvación y la vida eterna; pero yo sabía que era una impostura porque eran los mismos ojos que me miraron antes. Tuve la certeza cuando su mano trasgredió los bordes del esparto y rozó los límites de mi boca; luego me echaron a la calle. Con el tiempo me declararon loco y atormentado por mi obsesión compulsiva de fornicar con las sombras sobre las ruinas sagradas del templo de David.   

III


Atravesé los mares en barcos cargados de ignominia para arribar a un mundo blanco y frío; no existíamos para otra cosa que para la agricultura y la guerra. El honor solo era posible a partir de la muerte de todo aquel que osara invadir la fertilidad de las riveras de nuestros pequeños y helados ríos que, en nuestro mundo, tenían la pretensión de ser inmensos.   
Fui creyente de religiones precarias que adoraban al trueno y a la tierra, corporizadas en figuras torpes hechas de barro y de madera; oraba postrado, utilizando las palabras como espejos mágicos que traen a la superficie todos los miedos que acosan al hombre desde que se descubrió mortal y distinto a la naturaleza que lo vio crecer desde los batracios, hasta este fabulador de seres inmortales que contienen atributos de omnipresencia y de sanación que el hombre, su creador, se niega a sí mismo. 
Durante años luché contra aquellos hombres de ojos acerados y diminutos que humillaron nuestras tierras con los belfos de sus bestias y con la ferocidad de sus flechas. Eran millares, derramaron su semen en nuestras mujeres para dejar en sus entrañas los enemigos que estábamos obligados a amar y a proteger, para que a su vez murieran guerreando contra sus antepasados.       
También fui un ser anónimo, un ser ni siquiera imaginado por algún contador de historias, pero conjeturo que fui compañero de Droctulft, el guerrero lombardo que, encandecido por la inteligencia inmortal que intuyó en la arquitectura de Ravena, abandonó a los suyos para defender una ciudad que nunca lograría comprender plenamente;  Droctulft y yo fuimos conversos, él por la fuerza de los arcos romanos y los templos, y yo, porque en las callejuelas de Ravena descubrí con asombro la estatua de una mujer alada que escaló siglos de memorias precarias y de rupturas; estaba a las afueras de un templo y se proponía esplendida en su desnudez. Bajo sus pies hermosos estaban inscritos unos signos ininteligibles que yo asumí como un dictamen inescrutable pero sagrado. Ella me miró con sus ojos de siglos mientras a mi alrededor la gente moría indiferente. Los míos profanaron los templos y se perdieron en la cuadratura de la ciudad y en la perfección policroma de los jardines, dejándome a salvo bajo la sombra milenaria de esta mujer eterna.
Permanecí en Ravena y por las noches de luna, ella y yo, espantábamos nuestras soledades con los gestos apagados de mis manos irreverentes sobre sus tetas desnudas, hasta convertir mi devoción en el Danubio olvidado, en un fluido perpetuo que salpicaba mis pies descalzos; mi fe era impecable por tanta entrega y tanto fervor, así que me asumieron como uno de los suyos y como el guardián espiritual de todo un imperio que estaba empezando a morir.



IV

Y de pronto estaba en un mundo recién estrenado, era un mundo de selvas luminosas y de ríos que parecían océanos, era un mundo con seres que ostentaban un orgullo displicente, casi infantil; de seres que adoraban a Quetzalcóatl, el Dios del viento y señor de la vida;  la serpiente alada que resumía el cielo y la tierra, lo angélico y lo diabólico, lo espiritual y lo humano. Esos seres que seguirán profesando su amor clandestino al Dios del olvido que escapó sobre el mar para no volver nunca a velar por la orfandad de una civilización devastada.             
Allí, en las anchas calles de Tenochtitlán, escapando de los eructos de fuego de los báculos de la fe, escapando de aquellos a los que queríamos dar la bienvenida y hacerles conocer la belleza del Náhuatl, todavía resuenan nuestras voces. En la cúspide de las pirámides sagradas dejamos gravada la cuestión filosófica que interrogaba nuestra aspiración de trascendencia ¿Habré de ser otra vez sembrado?
Hubiéramos ganado esa guerra pero no estábamos preparados para la libertad; pensamos que la libertad es una entidad metafísica y alada que llueve sobre nuestras cabezas insuflándonos vigor y ganas de vivir; olvidamos que la libertad está constituida por un fuego interior, por la templanza del espíritu sin imposturas y sin pliegues ominosos que envilezcan la dignidad; por eso la libertad nunca llegó y nos acostumbramos a la servidumbre; nuestra civilización es un coro que lanza sus cantos al viento: “si eres criado de vocación, busca como amo a quien mejor pueda utilizarte”.
De tal manera que fuimos lanzados a los suburbios de la vida; somos como penumbras que discurren con la voluntad confiscada por el poder. Yo no tenía voluntad, era el reflejo de las costumbres de los que habían subido un monstruo sobre los escombros de su humanidad; así que recordé mis tiempos de leopardo herido y escapé a las ciénagas para construir un pequeño reino de libertad. Me hice mago de la palabra para espantar los espíritus del mal que no eran otra cosa que los miedos antiguos que aparecen en las noches cuando nos tornamos niños e inermes; ayudé en los trabajos de parto sólo por asistir a la sorpresa de un llanto en medio de la selva, disipé las fiebres con ungüentos revelados por una divinidad que apenas recordaba, y desempolvé esperanzas con la fuerza de mis palabras que llegaron a ser dignas y amadas.   
Pero hasta mi reino llegaron ellos con el fuego y con la fe. Asolaron nuestras casas, comieron nuestros cerdos con fruición, y después nos arrastraron hasta sus altares donde fui acusado de nigromante y endemoniado. Fui condenado a la flagelación, a la sed y al hambre para que mi cuerpo expulsara a los espíritus malignos que lo habitaban; yo no podía pedir perdón porque no sabía que los actos cumplidos de los hombres pudieran ser enmendados, así que me moría expulsado del paraíso.
La entreví bajo los pliegues oscuros de sus Hábitos religiosos, la adiviné en los olores a incienso que prefiguraban la divinidad; ella dijo: “arrepiéntete hijo y acepta al señor como tu único salvador”, y sus palabras no parecían sonidos sino rumores de azahar, eran como cascadas de agua fresca que caían sobre mi cuerpo, así que pronuncié las palabras que me han acompañado desde siempre: ¡sálvame y hazme bueno! Ella me miró con ternura y dejó entre mis manos un rosario cristiano hecho con madera de sándalo con incrustaciones de nácar que guardaron en su reflejo, por unos segundos, su figura luminosa.
Ella me salvó, así que por las tardes, mientras oraba, yo estrujaba el rosario sobre mi regazo para afirmar mi salvación en su voz de azahar, en su cuerpo tibio oculto por los Hábitos oscuros; las cuentas discurrían por mis manos como pezones duros, y el olor a sándalo invadía mis sentidos con una pasión que dudaba entre la lujuria y la fe. El templo era caluroso y espeso de tal forma que en el fervor de la oración todo mi cuerpo se humedecía de tanto amar.            

V

En esta ciudad llueve como cuando el diluvio universal, llueve amainando el calor que sube desde el asfalto hacia las pieles como un rocío en pleno mediodía. La ciudad entera es un mercado en el que los gritos se alzan sobre el ruido de los carros, en el que la esperanza de esa noche se anida en la mercancía vociferada; la gente discurre indiferente y sofocada, la gente se amontona en los cruces y pide disculpas antes del pisotón para avanzar como una avalancha de emociones que debe llegar pronto a un lugar a donde nadie espera, que debe llegar a esa multitud atravesada de soledad.

Este día, como tantos otros, llueve. La ciudad parece un gran cuadro donde las imagines han quedado inmóviles; las personas se adivinan a sí mismas bajo los aleros mirando su intimidad como a una forastera incómoda que revela las miserias escondidas; están allí aplastadas contra el paisaje brumoso de la ciudad. Como una negación de que los hechos son inestables por naturaleza. Narúz comentó un día que amaba el desierto porque allí “el viento borra las pisadas de nuestros pasos como quien apaga una vela. Lo mismo, creo, hace la realidad. ¿Cómo podemos entonces perseguir la verdad?"

Yo soy una sombra con la memoria desvencijada y disuelta en ese mercado profuso en que se había convertido la ciudad, pero intuyo que amo a una mujer que se extravió en Tenochtitlán; creo descubrirla en los rincones mínimos, en los espacios abiertos, en las páginas de los libros abstrusos; anoche, escapado del ruido, descubrí que Kurt Gödel se apropió de una palabra que define mi relación con esa mujer; este Gödel formuló un famoso “Teorema de la Incompletitud. De allí que, gracias a este plagio de Gödel, descubro que el no estar con ella es un defecto que inhibe mis posibilidades de felicidad.

Y sin esa posibilidad de felicidad la vida es un abismo en medio de la lluvia. Cuando mis zapatos se hundieron en el agua, sentí que no tenía salvación. Chapoteaba las calles con indiferencia; sentí pena por el país dividido, por la miseria del poder que arrolla las certidumbres y la esperanza. Se agigantó mi memoria semántica, la que me recuerda los gestos automáticos: rascarse la nariz, mover las mandíbulas para comer, levantar los pies para caminar. Me eché a volar con mi memoria episódica que siempre baipasea mis recuerdos de esta migración y se remontan sobre los siglos para traerte hasta mí; pero te busco y no estás, así que vuelvo sobre mi memoria semántica con mis zapatos en el agua, con mis ganas enormes de dejarme llevar, con mi entrega.

De pronto, un rumor de azahar me arrancó de las fauces de un camión y me metió bajo un paraguas, me habló de que algunas personas han sido arrastradas por el río que atraviesa la ciudad porque se entretuvieron, inocentemente, a orinar en su orilla, y me propuso un café como telón de fondo de nuestra comunión. Al principio no me di cuenta pero sus palabras me fueron revelando que era esa mujer; ella discurría sobre una frase de Arthur Danto a propósito de su tesis sobre el final del arte: "Es difícil predecir lo feliz que nos hará esta felicidad". Era la misma voz que me había urgido hace siglos: “arrepiéntete hijo y acepta al señor como tu único salvador”; pero esta vez pontificaba sobre Danto: “esa frase parece expresar lo que en ocasiones no tiene un razonamiento lógico porque simplemente pertenece al mundo de las intuiciones y peor aún, al incierto y enigmático mundo del amor... pero me hace pensar: ¿por qué un sentimiento que me hace dichosa y logra atraparme puede luego transformarse en su contrario, paralizándome, quitándome todo hálito de vida?”

Ella tenía un vestido gris que caía como la lluvia sobre su cuerpo con fragancia de rosas; sin saberlo su intuición nos acercaba y otorgaba confianza, de tal manera que en el entusiasmo de la conversación abrió las piernas como dos alas de mariposa, mientras yo palpaba su intimidad con mis palabras: “desconfiar de los sentidos como instrumentos de verificación de la realidad ha sido uno de los grandes temas de la filosofía, como también el desconfiar de la razón dado que al pensamiento se le ha acusado, no solo de conocer la realidad y de expresarla a través del lenguaje, sino también de constituirla a la imagen y semejanza de quien la observa. Sin embargo, más allá de la subjetividad de las percepciones, hubo siglos en que me he sentido aéreo y luminoso por haberme topado con tus ojos, o roto y desvencijado porque tu voz se me extravió en las fisuras del tiempo.”.

Las horas se agostaban en el café de tal manera que comenzamos a vivir las memorias olvidadas de cuando Keops, de Jerusalén, de Ravena, de Tenochtitlán, de los mismos libros leídos, de la música y las películas que nos habían hecho llorar, de los cuadros que nos produjeron emoción; y así nos fuimos reconociendo. Volvimos a la calle con otra certidumbre, había salido el sol y un extraño silencio invadía la ciudad; sabíamos que teníamos tiempo para tocarnos con usura, para producir un quiebre rotundo en las transparencias de una sexualidad que estaba en reposo; yo florecía para ella: “eres mi asombro, mi horizonte, mi motivación profunda”; mientras ella proponía: “eres como una finísima veladura, delgada y traslucida. Mi cuerpo es como el lienzo donde tu transparencia y sus densidades se hacen visibles. Te toco -me tocas- y  te deslizas hacia lo profundo”.

Pertenecíamos a esa extraña –se podría decir- escasísima- especie de humanos que aún conservaba el cromosoma de la memoria. En aquel régimen autoritario y atroz se tenía por costumbre que al momento del nacimiento (de hecho estaba ritualizado) se alteraba el código genético para inhibir lo que llegó a ser una posibilidad: recordar episodios de las vidas pasadas, cuando la gente se autogobernaba o formaba parejas excluyentes y no sólo respondían a los planes reproductivos del Estado omnipotente. De tal manera que los pocos que conservábamos ese cromosoma de la memoria actuábamos en la clandestinidad, éramos expertos en el disimulo y en la impostura de una indiferencia plana a partir de la cual se relacionaban los humanos.  

De todas las acciones humanas la más vergonzosa y perseguida era la del ejercicio del amor, de tal manera que mi encuentro con esa mujer a la que había perseguido durante siglos, hoy era una posibilidad y un acto de rebeldía, por eso nuestros rostros ocultaban el vértigo de tanto deseo contenido. Apenas podía susurrar: “te cuento que estoy con un afán de tus memorias, por esa razón añoro casi todo; añoro por ejemplo nuestros encuentros en los que al parecer, tus piernas se enredan en las mías como hiedras vetustas y soleadas; añoro, también, tus besos tan holísticos que hacen difícil distinguir donde están los límites difusos entre la ternura casi divina y la pasión casi profana”.

Mis memorias están entretenidas en la mujer que amo, así que continuo: “tuviste la osadía de inventar una liturgia en la que tú, en postura de oración, bebías mis códigos secretos uno a uno hasta completar el genoma esencial del que estoy constituido y yo he hecho lo mismo” Se podría decir que el significado hipocodificado de tal acto de postración no es otro que la creación de una alquimia o de una piedra filosofal que resume en una succión la invención de la felicidad.  

Escapamos de las calles que comienzan a poblarse con las ofertas de este mercado infinito y barroco; lo único seco son mis zapatos que reposan bajo tu cama, mis zapatos fatigados de buscarte ahora permanecen inmóviles y opacos. Por ti olvido las maneras infinitas de cómo nos amamos y descubro que el olvido como la memoria son un privilegio. Esos olvidos míos se remiten al mito de Sísifo, proponiendo en esa frase lacónica, que yo olvido para poder vivir de nuevo, y hasta el infinito, cada uno de los gestos que nos constituyen a ti y a mí como uno. “Tú eres la piedra del Faraón; las ruinas sagradas del templo de David, la estatua olvidada de Ravena y el rosario cristiano en el que se esparció mi simiente” Ahora me derramo en ti y acierto. Empezamos a recuperar la libertad. 

Manuel Gómez Naranjo

Caracas, 07 de diciembre de 2005

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