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@Mangoz53

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Manuel Gómez Naranjo. Con tecnología de Blogger.
viernes, 13 de octubre de 2017
domingo, 25 de junio de 2017


Te desplazas luminosa y aérea
con el universo de mariposas amarillas
sobre tu pelo rumoroso,
discurres con tus ojos delirantes que se entregan
a la lujuria de los azules del mar
y te conviertes en lienzo blanco para mis manos trémulas.

Te busco entre las rendijas que has abierto en mi vida
donde intento encontrar tus pequeños secretos:
el aroma que emerge de tus senos turgentes,
tus follajes recónditos y húmedos,
los pliegues de tu boca salpicados de miel.

Te busco en las memorias olvidadas
de cuando fui tu amo y tu esclavo
y me postré frente a tu sombra
para escalar la textura de tu piel
y derramarme en el centro de tu vida.   

Te desplazas con los pies desnudos
en los que palpitan rumores clandestinos
de cuando adivinabas el pasado
en las huellas de los tigres
y en la forma de las nubes.
Siempre he sabido que llegarías a mí
convertida en deseo y en asombro,
en vuelo de gaviota y en estruendo.

Te busco bajo las sábanas dormidas
que envuelven tu pasión germinada,
tu angustia contenida,
tus gemidos nocturnos.
Te busco al amanecer con mis manos dispuestas
a encarcelar tus prejuicios,
a incendiar los abrojos de la sensualidad
y que apenas nos quede
los jirones deshechos
de nuestros cuerpos rotos por los besos.    









Patricio es un ángel de pétalos dorados que nos abraza con sus alas que tanto saben de afectos y de entrega, que tanto han flotado sobre horizontes de plenitud, que tanto polvo han levantado para espantar miserias y reivindicar la esperanza.  

Patricio es un espíritu pleno que habita estos espacios, poblando sus resquicios más íntimos: es grama verde bajo nuestros pies, es olor a pino y a azahar, es mariposa carmesí aleteando contra el cielo azul y lejano, es pétalo de rosas amarillas. Patricio vibra en Pozo de Rosas y desde aquí habita el universo entero con esos gestos magníficos que solo corresponden a las almas llenas de pureza.  

Patricio ¡tú eres el camino y el destino! Eres la sombra que nos envuelve y nos protege, eres la casa a la que acudimos cuando estamos al borde de la tristeza. Patricio siente la multitud de nuestro abrazo, siente el calor de nuestras voces que te consagran, siente el palpitar de nuestros corazones que te reintegran una porción del inmenso amor que hemos recibido de ti.

Manuel Gómez



Pozo de Rosas, 14 de noviembre de 2009
lunes, 5 de junio de 2017
domingo, 2 de abril de 2017


Desde aquí voy a invocar a los dioses, a los feroces y a los amables para que te construyan un sendero hacia el horizonte. 

Le pediré a Yahvé que te mantenga los ojos lindos y la boca carnosa que besa como una flor recién abierta.

Le pediré a Tepeu y a Gutumatz  -los Maya- Quiché- que toquen tu cuerpo con sus manos divinas para que florezcas antes de que llegue la primavera.

Le pediré a Oshum una danza litúrgica que te remueva las ganas y la lujuria, que se incline sobre tus sueños y te huela los senos desnudos, haciéndote sentir palpitaciones y humedades.

Rogaré ante Ra que te reinvente en medio de pirámides, caminando desnuda hacia el desierto, sin saber y sin que te importe, el destino final de tus pasos ardientes.

Invocaré a Zeus el de la luz infinita que vele por ti, que te procure lisonjas y sonrisas, que te imagine bajo los flamboyanes del trópico, que te llene de amigos para que te amen desde los rincones infinitos y discretos de la intimidad.

Le pediré a los dioses anónimos: a Amalivaca, al Dios Africano de la Risa, a los Dioses olvidados del Olimpo, que te pongan frente a mí para mirarte y ser feliz.


Manuel Gómez 

domingo, 12 de marzo de 2017

Te evoco deslizándote por los canales frente a esa arquitectura magnífica. En otro tiempo has podido ser una marchante sagaz que penetraba los palacios de los mercaderes para ofrecer la primicia de un cuadro recién hecho; entornarías los ojos y dejarías que tu boca magnífica se aferrara a una cifra despiadada: “son cien mil ducados señor”; el silencio de ese reto solo podía ser roto por las suaves olas del canal al acariciar las paredes de palacio.  Un negro senegalés, espléndidamente vestido ofrecería para ti un ritual de vajillas y té; y tu allí plantada, hermosa, definitiva, rotunda: “es una obra única señor”.  
  
El tema era el arte; el marchante que sudaba copiosamente fumando esa cosa fantástica que habían descubierto en el Nuevo Mundo, arremetía sobre los avatares de la economía acosada por la amenaza perpetua de los musulmanes: ”ya nadie quiere pagar nada por una obra de arte; este palacio, por ejemplo es un cachivache sin valor”. Pero tú proponías que el arte es “una interpretación subjetiva de lo inteligible de la realidad; eso no tiene nada que ver con el mercado es un atributo que tiene implicaciones con la sensibilidad humana no con la economía”.


Tus palabras eran gloriosas. Un rayo de sol penetró las penumbras del salón esquivando las grandes cortinas e iluminando los dientes blanquísimos del sirviente senegalés que discretamente admiraba tu intrepidez. Decías sin pestañar: “la propuesta de ese artista tiende hacia  lo profano, deslastrándose del macetero de lo religioso y se abre libremente hacia la vida”. El marchante miraba tu boca y levitaba en la lujuria, hizo un gesto delirante que el negro interpretó como “Cien mil ducados”. Pero el marchante pensaba a esta mujer como una columna veneciana, es un sostén; esta mujer es como la brisa de la Plaza San Marcos, pero del tiempo en que San Zacarías cosechaba hortalizas en ese lugar: el hombre te miró subir a la Góndola y perderte en la lejanía por el Gran Canal, luego se metió en la penumbra y se sumió en la tristeza cuando percibió tu fragancia de rosas impregnando los cortinajes.  

Manuel Gómez  Naranjo     
viernes, 24 de febrero de 2017

I

Brillaba, la luz era tan cegadora que sentí como me hirió en los ojos. Era él, esa figura esplendente y divina que se balanceaba al ritmo de los cargadores, quienes sudorosos se afanaban por adivinar los caprichos de Keops “El inmortal” cuyos gestos revelaban la soledad y la fatiga del poder absoluto. Yo estaba sediento, pero la presencia del Faraón era tan aplastante que todos caímos abyectos sobre el desierto de Giza. Escuche el lejano rumor del viento y me percaté que se había hecho un silencio ancho y espeso, me avergonzaba el latido de mi corazón: ¿Respiraría el Faraón? ¿Comería como el resto de los mortales? Mi cuerpo olvidó las fatigas de la piedra y de la arena, mi sed se quedó suspendida en lo más alto de la pirámide a medio terminar; sentía que era un ser bendecido por este encuentro con la divinidad.
Las voces nos advirtieron que se marchaban, con terror levanté los ojos para mirar el asombro, de los que como yo, respondíamos al látigo y al gesto imperativo de la infinita burocracia del Faraón; pero advertí que una luz distinta me tocaba las sienes; y entonces la descubrí, era hermosa como la libertad, su cabello fue movido por la brisa y me pareció una efigie dorada como las que guardan los nobles en las tumbas sagradas; era esa mujer la que ahora me miraba a los ojos desde su lejanía, era esa mujer la que extendió una jarra bruñida sobre mi sed y llovió sobre mi su bondad incomparable. Fueron tres segundos que parecieron siglos, tres segundos que me trajeron el rumor del gran río olvidado, tres segundos por los que estaba dispuesto a negociar todo mi pasado; descubrí que solo me interesaba el presente, que sólo era importante ese momento justo en que sus ojos se toparon con los míos; pero ya estaba lejos. Dejó trazas de fragancia de rosas que borraron el desierto y las pirámides y los esclavos y al Faraón. Perdí el sentido, pero al despertar tuve la convicción de que entre ella y yo habría una comunión de siglos, lo supe al sentir que me había derramado encima de las piedras sagradas del Faraón.       

II

Los siglos fueron cayendo como granos de arena sobre la tempestad de mis memorias que se morían y renacían cada cien años; y en este afán de eternidad navegué por ríos tempestuosos y por mares remotos y tristes, estibando redes olorosas a sal e impregnadas de algas y de arena; por veinte generaciones fui, una y otra vez, beduino en las soledades del Sahara; nigromante iluminado en una aldea olvidada de Madagascar, mendigo transmigrado y postrado en los arrabales malolientes de Rampur, y reí, femenino y díscolo, como eunuco en un Harén de Bagdad.
Golpeo sudoroso el bronce para extraer cencerros y jofainas, escupideras y campanas; mi turbante está empapado, mi cuerpo es un océano ensombrecido por el hollín, el yunque crepita y brilla a cada golpe de martillo, el sudor se evapora cuando cae sobre el fuego, el sudor se desliza como una serpiente por mi entrepierna, vibra y se desliza sobre mis nalgas tensas. Penetro una atmósfera sofocante que fatiga mis memorias en la búsqueda de pasiones olvidadas. Hay una figura que se escapa por las hendiduras de mi desmemoria de siglos, pero percibo su presencia, su olor diluido que no corresponde a este infierno desmesurado y torpe. No sé como ocurrió pero el martillo se resbaló de mis manos sudorosas y, tras un rebote en el yunque, golpeó mi frente abriendo mi cabeza para que afloraran los recuerdos.
Desperté con el rumor de voces femeninas, mis ojos buscaron la luz y las presencias; y ahí estaba; era ella, esa mujer de pétalos dorados, deslizaba un esparto húmedo sobre mi herida mientras tarareaba una canción que anunciaba la llegada del Mesías; la canción contaba sobre la salvación y la vida eterna; pero yo sabía que era una impostura porque eran los mismos ojos que me miraron antes. Tuve la certeza cuando su mano trasgredió los bordes del esparto y rozó los límites de mi boca; luego me echaron a la calle. Con el tiempo me declararon loco y atormentado por mi obsesión compulsiva de fornicar con las sombras sobre las ruinas sagradas del templo de David.   

III


Atravesé los mares en barcos cargados de ignominia para arribar a un mundo blanco y frío; no existíamos para otra cosa que para la agricultura y la guerra. El honor solo era posible a partir de la muerte de todo aquel que osara invadir la fertilidad de las riveras de nuestros pequeños y helados ríos que, en nuestro mundo, tenían la pretensión de ser inmensos.   
Fui creyente de religiones precarias que adoraban al trueno y a la tierra, corporizadas en figuras torpes hechas de barro y de madera; oraba postrado, utilizando las palabras como espejos mágicos que traen a la superficie todos los miedos que acosan al hombre desde que se descubrió mortal y distinto a la naturaleza que lo vio crecer desde los batracios, hasta este fabulador de seres inmortales que contienen atributos de omnipresencia y de sanación que el hombre, su creador, se niega a sí mismo. 
Durante años luché contra aquellos hombres de ojos acerados y diminutos que humillaron nuestras tierras con los belfos de sus bestias y con la ferocidad de sus flechas. Eran millares, derramaron su semen en nuestras mujeres para dejar en sus entrañas los enemigos que estábamos obligados a amar y a proteger, para que a su vez murieran guerreando contra sus antepasados.       
También fui un ser anónimo, un ser ni siquiera imaginado por algún contador de historias, pero conjeturo que fui compañero de Droctulft, el guerrero lombardo que, encandecido por la inteligencia inmortal que intuyó en la arquitectura de Ravena, abandonó a los suyos para defender una ciudad que nunca lograría comprender plenamente;  Droctulft y yo fuimos conversos, él por la fuerza de los arcos romanos y los templos, y yo, porque en las callejuelas de Ravena descubrí con asombro la estatua de una mujer alada que escaló siglos de memorias precarias y de rupturas; estaba a las afueras de un templo y se proponía esplendida en su desnudez. Bajo sus pies hermosos estaban inscritos unos signos ininteligibles que yo asumí como un dictamen inescrutable pero sagrado. Ella me miró con sus ojos de siglos mientras a mi alrededor la gente moría indiferente. Los míos profanaron los templos y se perdieron en la cuadratura de la ciudad y en la perfección policroma de los jardines, dejándome a salvo bajo la sombra milenaria de esta mujer eterna.
Permanecí en Ravena y por las noches de luna, ella y yo, espantábamos nuestras soledades con los gestos apagados de mis manos irreverentes sobre sus tetas desnudas, hasta convertir mi devoción en el Danubio olvidado, en un fluido perpetuo que salpicaba mis pies descalzos; mi fe era impecable por tanta entrega y tanto fervor, así que me asumieron como uno de los suyos y como el guardián espiritual de todo un imperio que estaba empezando a morir.



IV

Y de pronto estaba en un mundo recién estrenado, era un mundo de selvas luminosas y de ríos que parecían océanos, era un mundo con seres que ostentaban un orgullo displicente, casi infantil; de seres que adoraban a Quetzalcóatl, el Dios del viento y señor de la vida;  la serpiente alada que resumía el cielo y la tierra, lo angélico y lo diabólico, lo espiritual y lo humano. Esos seres que seguirán profesando su amor clandestino al Dios del olvido que escapó sobre el mar para no volver nunca a velar por la orfandad de una civilización devastada.             
Allí, en las anchas calles de Tenochtitlán, escapando de los eructos de fuego de los báculos de la fe, escapando de aquellos a los que queríamos dar la bienvenida y hacerles conocer la belleza del Náhuatl, todavía resuenan nuestras voces. En la cúspide de las pirámides sagradas dejamos gravada la cuestión filosófica que interrogaba nuestra aspiración de trascendencia ¿Habré de ser otra vez sembrado?
Hubiéramos ganado esa guerra pero no estábamos preparados para la libertad; pensamos que la libertad es una entidad metafísica y alada que llueve sobre nuestras cabezas insuflándonos vigor y ganas de vivir; olvidamos que la libertad está constituida por un fuego interior, por la templanza del espíritu sin imposturas y sin pliegues ominosos que envilezcan la dignidad; por eso la libertad nunca llegó y nos acostumbramos a la servidumbre; nuestra civilización es un coro que lanza sus cantos al viento: “si eres criado de vocación, busca como amo a quien mejor pueda utilizarte”.
De tal manera que fuimos lanzados a los suburbios de la vida; somos como penumbras que discurren con la voluntad confiscada por el poder. Yo no tenía voluntad, era el reflejo de las costumbres de los que habían subido un monstruo sobre los escombros de su humanidad; así que recordé mis tiempos de leopardo herido y escapé a las ciénagas para construir un pequeño reino de libertad. Me hice mago de la palabra para espantar los espíritus del mal que no eran otra cosa que los miedos antiguos que aparecen en las noches cuando nos tornamos niños e inermes; ayudé en los trabajos de parto sólo por asistir a la sorpresa de un llanto en medio de la selva, disipé las fiebres con ungüentos revelados por una divinidad que apenas recordaba, y desempolvé esperanzas con la fuerza de mis palabras que llegaron a ser dignas y amadas.   
Pero hasta mi reino llegaron ellos con el fuego y con la fe. Asolaron nuestras casas, comieron nuestros cerdos con fruición, y después nos arrastraron hasta sus altares donde fui acusado de nigromante y endemoniado. Fui condenado a la flagelación, a la sed y al hambre para que mi cuerpo expulsara a los espíritus malignos que lo habitaban; yo no podía pedir perdón porque no sabía que los actos cumplidos de los hombres pudieran ser enmendados, así que me moría expulsado del paraíso.
La entreví bajo los pliegues oscuros de sus Hábitos religiosos, la adiviné en los olores a incienso que prefiguraban la divinidad; ella dijo: “arrepiéntete hijo y acepta al señor como tu único salvador”, y sus palabras no parecían sonidos sino rumores de azahar, eran como cascadas de agua fresca que caían sobre mi cuerpo, así que pronuncié las palabras que me han acompañado desde siempre: ¡sálvame y hazme bueno! Ella me miró con ternura y dejó entre mis manos un rosario cristiano hecho con madera de sándalo con incrustaciones de nácar que guardaron en su reflejo, por unos segundos, su figura luminosa.
Ella me salvó, así que por las tardes, mientras oraba, yo estrujaba el rosario sobre mi regazo para afirmar mi salvación en su voz de azahar, en su cuerpo tibio oculto por los Hábitos oscuros; las cuentas discurrían por mis manos como pezones duros, y el olor a sándalo invadía mis sentidos con una pasión que dudaba entre la lujuria y la fe. El templo era caluroso y espeso de tal forma que en el fervor de la oración todo mi cuerpo se humedecía de tanto amar.            

V

En esta ciudad llueve como cuando el diluvio universal, llueve amainando el calor que sube desde el asfalto hacia las pieles como un rocío en pleno mediodía. La ciudad entera es un mercado en el que los gritos se alzan sobre el ruido de los carros, en el que la esperanza de esa noche se anida en la mercancía vociferada; la gente discurre indiferente y sofocada, la gente se amontona en los cruces y pide disculpas antes del pisotón para avanzar como una avalancha de emociones que debe llegar pronto a un lugar a donde nadie espera, que debe llegar a esa multitud atravesada de soledad.

Este día, como tantos otros, llueve. La ciudad parece un gran cuadro donde las imagines han quedado inmóviles; las personas se adivinan a sí mismas bajo los aleros mirando su intimidad como a una forastera incómoda que revela las miserias escondidas; están allí aplastadas contra el paisaje brumoso de la ciudad. Como una negación de que los hechos son inestables por naturaleza. Narúz comentó un día que amaba el desierto porque allí “el viento borra las pisadas de nuestros pasos como quien apaga una vela. Lo mismo, creo, hace la realidad. ¿Cómo podemos entonces perseguir la verdad?"

Yo soy una sombra con la memoria desvencijada y disuelta en ese mercado profuso en que se había convertido la ciudad, pero intuyo que amo a una mujer que se extravió en Tenochtitlán; creo descubrirla en los rincones mínimos, en los espacios abiertos, en las páginas de los libros abstrusos; anoche, escapado del ruido, descubrí que Kurt Gödel se apropió de una palabra que define mi relación con esa mujer; este Gödel formuló un famoso “Teorema de la Incompletitud. De allí que, gracias a este plagio de Gödel, descubro que el no estar con ella es un defecto que inhibe mis posibilidades de felicidad.

Y sin esa posibilidad de felicidad la vida es un abismo en medio de la lluvia. Cuando mis zapatos se hundieron en el agua, sentí que no tenía salvación. Chapoteaba las calles con indiferencia; sentí pena por el país dividido, por la miseria del poder que arrolla las certidumbres y la esperanza. Se agigantó mi memoria semántica, la que me recuerda los gestos automáticos: rascarse la nariz, mover las mandíbulas para comer, levantar los pies para caminar. Me eché a volar con mi memoria episódica que siempre baipasea mis recuerdos de esta migración y se remontan sobre los siglos para traerte hasta mí; pero te busco y no estás, así que vuelvo sobre mi memoria semántica con mis zapatos en el agua, con mis ganas enormes de dejarme llevar, con mi entrega.

De pronto, un rumor de azahar me arrancó de las fauces de un camión y me metió bajo un paraguas, me habló de que algunas personas han sido arrastradas por el río que atraviesa la ciudad porque se entretuvieron, inocentemente, a orinar en su orilla, y me propuso un café como telón de fondo de nuestra comunión. Al principio no me di cuenta pero sus palabras me fueron revelando que era esa mujer; ella discurría sobre una frase de Arthur Danto a propósito de su tesis sobre el final del arte: "Es difícil predecir lo feliz que nos hará esta felicidad". Era la misma voz que me había urgido hace siglos: “arrepiéntete hijo y acepta al señor como tu único salvador”; pero esta vez pontificaba sobre Danto: “esa frase parece expresar lo que en ocasiones no tiene un razonamiento lógico porque simplemente pertenece al mundo de las intuiciones y peor aún, al incierto y enigmático mundo del amor... pero me hace pensar: ¿por qué un sentimiento que me hace dichosa y logra atraparme puede luego transformarse en su contrario, paralizándome, quitándome todo hálito de vida?”

Ella tenía un vestido gris que caía como la lluvia sobre su cuerpo con fragancia de rosas; sin saberlo su intuición nos acercaba y otorgaba confianza, de tal manera que en el entusiasmo de la conversación abrió las piernas como dos alas de mariposa, mientras yo palpaba su intimidad con mis palabras: “desconfiar de los sentidos como instrumentos de verificación de la realidad ha sido uno de los grandes temas de la filosofía, como también el desconfiar de la razón dado que al pensamiento se le ha acusado, no solo de conocer la realidad y de expresarla a través del lenguaje, sino también de constituirla a la imagen y semejanza de quien la observa. Sin embargo, más allá de la subjetividad de las percepciones, hubo siglos en que me he sentido aéreo y luminoso por haberme topado con tus ojos, o roto y desvencijado porque tu voz se me extravió en las fisuras del tiempo.”.

Las horas se agostaban en el café de tal manera que comenzamos a vivir las memorias olvidadas de cuando Keops, de Jerusalén, de Ravena, de Tenochtitlán, de los mismos libros leídos, de la música y las películas que nos habían hecho llorar, de los cuadros que nos produjeron emoción; y así nos fuimos reconociendo. Volvimos a la calle con otra certidumbre, había salido el sol y un extraño silencio invadía la ciudad; sabíamos que teníamos tiempo para tocarnos con usura, para producir un quiebre rotundo en las transparencias de una sexualidad que estaba en reposo; yo florecía para ella: “eres mi asombro, mi horizonte, mi motivación profunda”; mientras ella proponía: “eres como una finísima veladura, delgada y traslucida. Mi cuerpo es como el lienzo donde tu transparencia y sus densidades se hacen visibles. Te toco -me tocas- y  te deslizas hacia lo profundo”.

Pertenecíamos a esa extraña –se podría decir- escasísima- especie de humanos que aún conservaba el cromosoma de la memoria. En aquel régimen autoritario y atroz se tenía por costumbre que al momento del nacimiento (de hecho estaba ritualizado) se alteraba el código genético para inhibir lo que llegó a ser una posibilidad: recordar episodios de las vidas pasadas, cuando la gente se autogobernaba o formaba parejas excluyentes y no sólo respondían a los planes reproductivos del Estado omnipotente. De tal manera que los pocos que conservábamos ese cromosoma de la memoria actuábamos en la clandestinidad, éramos expertos en el disimulo y en la impostura de una indiferencia plana a partir de la cual se relacionaban los humanos.  

De todas las acciones humanas la más vergonzosa y perseguida era la del ejercicio del amor, de tal manera que mi encuentro con esa mujer a la que había perseguido durante siglos, hoy era una posibilidad y un acto de rebeldía, por eso nuestros rostros ocultaban el vértigo de tanto deseo contenido. Apenas podía susurrar: “te cuento que estoy con un afán de tus memorias, por esa razón añoro casi todo; añoro por ejemplo nuestros encuentros en los que al parecer, tus piernas se enredan en las mías como hiedras vetustas y soleadas; añoro, también, tus besos tan holísticos que hacen difícil distinguir donde están los límites difusos entre la ternura casi divina y la pasión casi profana”.

Mis memorias están entretenidas en la mujer que amo, así que continuo: “tuviste la osadía de inventar una liturgia en la que tú, en postura de oración, bebías mis códigos secretos uno a uno hasta completar el genoma esencial del que estoy constituido y yo he hecho lo mismo” Se podría decir que el significado hipocodificado de tal acto de postración no es otro que la creación de una alquimia o de una piedra filosofal que resume en una succión la invención de la felicidad.  

Escapamos de las calles que comienzan a poblarse con las ofertas de este mercado infinito y barroco; lo único seco son mis zapatos que reposan bajo tu cama, mis zapatos fatigados de buscarte ahora permanecen inmóviles y opacos. Por ti olvido las maneras infinitas de cómo nos amamos y descubro que el olvido como la memoria son un privilegio. Esos olvidos míos se remiten al mito de Sísifo, proponiendo en esa frase lacónica, que yo olvido para poder vivir de nuevo, y hasta el infinito, cada uno de los gestos que nos constituyen a ti y a mí como uno. “Tú eres la piedra del Faraón; las ruinas sagradas del templo de David, la estatua olvidada de Ravena y el rosario cristiano en el que se esparció mi simiente” Ahora me derramo en ti y acierto. Empezamos a recuperar la libertad. 

Manuel Gómez Naranjo

Caracas, 07 de diciembre de 2005
jueves, 23 de febrero de 2017
¿Que hago con mis manos que inadvertidamente reclaman su autonomía? Mis manos que discurren en la luz buscando tus atardeceres con una certeza incontestable y se sumergen en tus sombras sin preguntar el camino.
Mis manos que me abruman con sus vuelos nocturnos procurando tu olor, tus vibraciones, tus humedades; esas humedades que explotan como volcanes dormidos y nos hacen vivir este asombro vetusto, vesperal; este asombro que mis manos aéreas no pueden colmar porque andan entretenidas en la felicidad.
¿Qué hacer con estas manos que trajinan nuestras memorias y nuestros anhelos? Habría que procurarles unos senos redondos y turgentes que son como una alegoría del mundo en el que habita el Minotauro de la esperanza. Habría que inventarle pozos perfumados de rosa, abrevaderos de los sedientos de amor que se entregan a esa salvación después de haber fatigado desiertos de soledad.
Mis manos son como alevines transparentes que nunca se detienen en su aleteo, en su búsqueda; con el tiempo han aprendido a ser profanas, saben de transgresiones, están concernidas en tus muslos y en tus nalgas, se atreven a tus palpitaciones y a tus hogueras. No duermen, están alertas a la espera de que llegue la mañana.


Manuel Gómez 
sábado, 18 de febrero de 2017

Amanece subsiste
se estremece
sale a pasear al sol
sus pensamientos
deja un latido fresco
en el intento
y en sus plenas orejas se enternece

Luego sus ojos ojos
optométricos
ruedan al tibio antojo
de la calle
unos dedos que pagan
epidérmicos
y fijado en el pelo los detalles.

Luego se guardó el rostro
entre los gestos
fue a buscar su sollozo
femoral
y se dijo a romper nimios
respetos
mas cerca de mi boca que del mar.





Manuel Gómez Naranjo

Caracas, 22 de febrero/85.
jueves, 16 de febrero de 2017


Todas ellas con pasados y porvenires negros
colgando de los hombros.
Las niñas se perplejan como todas
las moscas se detienen en su asombro...
pero entre el maíz
la risa suena igual a la felicidad.

Un doctor explica y se multiplica
en voces
parece absurdo el sol
¡y lo normal!
ese gordo aplastado en la alfombra
occidental
ese mundo veneno en que posamos
ese resumen loco de bondades.

Alguien pensará en “El Mahatma”
picado de pollitos.
Ho-Chi-Min acaba de montar
un asno egipcio
José Leonardo holgazanea una
pipa de agua
de espaldas al cimarronaje
parloteante...
pero entre las crinejas de arroz
la risa suena igual a la felicidad.

Yo me entretengo en ti
con una lanza deicida entre los dientes
mientras
me penetran anunciaciones adánicas
¡Yo me refugio en ti!
Ese ciego nos mira y nos denuncia
se ha podrido el Corán
entre sus manos
como se pudre el tiempo
que nos une.

El burro acaba de cantar
una canción
y se larga con su angosta cola
cargada de almanaques.
Me ha perdido ese gesto
de perderte...
¡no vienes por mi vida simplemente!
como no viene Dios hasta
esta gente
“pero hay un cielo” –dicen- “esperamos”
y mientras se cuece la risa de maíz
igual a la felicidad
la brisa mueve apenas tu cabello
camarada mujer.

Manuel Gómez Naranjo.
El Charqueia, 26 de agosto/86.




[1] Aldea campesina en el norte de Egipto, agobiada por la pobreza y la desesperanza.
lunes, 30 de enero de 2017

Ella tiene la obsesión de florecer
cada junio como una cayena roja y polvorienta
tiene la calma ausente
y la dulzura le discurre desde los pies a los pezones,
ella se entretiene debajo de su pelo
juntando amaneceres y horizontes
y luego llueve y se extiende fragante sobre el mundo.

Ella tiene la obsesión de florecer
cada junio como una lisonja para la gente triste
tiene los ojos limpios
y la vida le estalla en sus gestos amables,
ella se ocupa de inventar liturgias
de dioses olvidados y remotos
que sueñan con aldeas llenas de sol
y de alegrías.

Ella tiene la obsesión de florecer
cada junio como un optimismo reluciente
tiene manos gentiles
y el silencio le duele entre los labios,
ella es en sí misma una posibilidad y un invento
es un perfume que nace cada junio
es un espíritu de luz
que vive entre nosotros como
un augurio feliz.

Manuel
Junio/26/2001


viernes, 27 de enero de 2017


                                                  Gracias Cortazar...

Había –y si no fue así, debió existir- una Glúcida
que transitaba meandros cavernosos, debió ser además roja
con pretensiones de naturaleza y de sol.

La Glúcida, enemiga absoluta y gratuita de lo humano,
se entretenía en afanes porosos con su lanza de hidrógeno
que alguna vez será explosión y sangre
y luz azul y transparencias.

Esta Glúcida tenía también una historia tenebrosa
y oscura, en la que ella había cedido a ciertas humedades
y a ciertas exigencias de un Lípido elegante y volátil.
Se habló por ese entonces de redondeces y de llantos
infantiles, y luego de susurros y silencios; alguno propuso
hogueras y nuevas inquisiciones, en fin....

La Glúcida viste de negro se la asocia al Caronte
de Miguel Angel
en su bogar diabólico hacia el fuego eterno. Se decía que
cuando cierta mujer abría los ojos y soñaba (los ojos de la
mujer eran la luna de la Glúcida) se oían en aquel pequeño mundo
aullidos feroces y gritos helados.
Alguien dijo haber visto unos senos peludos, pero erectos
y vibrátiles, que se escurrían bajo una alfombra de pelo luminoso.

La Glúcida era prólogo de llantos, taumaturga de penumbras,
alquimista de infelicidades; todo esto dicho, desde luego, por
los oficiadores eternos de la palabra. 




Manuel Gómez Naranjo
Caracas, 12 de enero/87.


miércoles, 25 de enero de 2017
 En las paredes imposibles de un Tepuy del Amazonas había una hendidura irrelevante que guardaba secretos de voces antiguas. Tales secretos estaban registrados en arcilla con el código maravilloso de los ideogramas. En su discurso predominaban los pájaros y las serpientes.

Cuenta esa cosmogonía que existió una Diosa alada que tenía los ojos claros y una boca carnosa; cuando se la miraba de perfil prefiguraba los rostros estupendos de los griegos sorprendentes que llegaron a construir el Partenón y contaron historias de hombres que dialogaban mansamente con sus dioses.

La Diosa se hacía llamar Mauruy fonema emparentado con el quechua que literalmente significa “mujer aérea”, y es que, Mauruy utilizaba el vuelo como argumento de creación y belleza. De tal forma que cuando los bosques se incendiaban y el espanto amenazaba a los habitantes de la selva, ella volaba suavemente sobre las nubes y hacia llover sobre los campos inventando la calma y la certidumbre de los seres.

Mauruy guardaba sus palabras para la liturgia y de ordinario solo reía. Cuentan los ideogramas que volaba y reía, por ejemplo, en abril y las flores estallaban en colores magníficos. Volaba sobre los ríos tumultuosos y estos se llenaban de promesas de peces e inundaban la piel cuarteada de las sabanas sedientas. Y mientras tanto ella callaba, se sabía una divinidad falible que demasiadas veces claudicaba de emoción ante la fragilidad humana.

Cuenta la historia que en la “creación alrededor de la piedra” o liturgia, Mauruy hacía derramar todas las cascadas de la tierra sobre una enorme roca para emerger entre una llovizna de arco iris plena de desnudes y de pureza. Ella flotaba sobre el mundo y luego reposaba extendida sobre la roca; lloraba la Diosa, gemía en el enorme silencio de la selva, su olor de miel y flanboyan poblaba los sentidos de sus criaturas y una humedad maravillosa los preparaba para el amor. La selva se llenaba de silencio hasta que ella decía desde su sueño de divinidad: “Yo soy el cielo y la tierra, en mi luz habita la salvación y la eternidad. Yo soy el cuenco sagrado del que tomarán las almas la sabiduría de los Dioses”. Y la selva en silencio iniciaba una fiesta de polen y de semen que alcazaba el eterno futuro de renovar el mundo desde la plenitud del placer.

Y luego Mauruy dormía extenuada. Los pájaros retomaron el canto hasta el anochecer haciendo coro a la risa nocturna de la Diosa quien estaba florecida de felicidad.

Los exegetas refieren, que de no ser apócrifa esta historia sagrada, resultaría extremadamente importante ejercitarse en la templanza y la sobriedad, porque estaría demostrado que la coexistencia del silencio y la risa son una anunciación del espíritu alado de Mauruy, con lo que resultaría muy inapropiada una humedad incontinente en medio de las urbes pobladas de seres que han olvidado los gestos de la caricia y el beso apasionado. Ello demostraría también que la ciudad es menos apropiada para la cópula que los espacios abiertos y que el smog espanta el espíritu alado y selvático de Mauruy.

Otros sabios afirman que a pesar del paisaje geográfico trastrocado por el cemento, la Diosa del Tepuy nos espía desde las hojas lánguidas de los helechos, desde el ladrido educado de los perros domésticos, y pervive en el color de las Orquídeas que se asoman a la orilla de los caminos.  “El espíritu de Mauruy –dicen- es el absoluto, nos trasciende desde su eterna divinidad; así que hay que mirar muy bien donde suele la gente guardar la felicidad en este tiempo”.

En el mundo sencillo de los mortales, un hombre devoto de Mauruy mira una serpiente -por decir un absurdo- y tiene reminiscencias de la liturgia de la roca, se estremece sin saber por qué y siente una mágica alegría, se podría decir que lo invade una certidumbre de que en cualquier momento sentirá el abrazo de salvación y eternidad de la Diosa Mauruy.



Manuel.

28/05/01
martes, 24 de enero de 2017

Tendrás un día que salir
desnudo
saber de tus humores clandestinos
volver –quiero decir pertenecerte-
a los rituales zoomórficos.

Tendrás que reconocer al mono
en la caricia de tu hembra ¿que te cuesta?
En el miedo subrepticio a la noche ¿qué te cuesta?
En los antojos pedagógicos
de plátano y cambur ¿qué te cuesta?

Tendrás un día que desahogarte el cuello
¡estás sudando!
que ponerle un gran pájaro
a tu ceño
y otro ceño a tu luna
y a tu sombra
y otra luna a tu párpado anteojado.

Tendrás un día que deshacer los gestos
alfombrados
bruñir a cada rato la sonrisa
gruñir satisfacciones educadas
saltar como un conejo –si hay motivo-
y creer aún en Darwin
y en Santo Tomás.




Manuel Gómez Naranjo

Acarigua, 06 de abril/88.   
viernes, 20 de enero de 2017


Mujeres luminosas, mujeres que se proponen a la vida desde la convicción de que son el principio y el fin
mujeres esplendidas como la luna llena y El Ávila, como el Salto Ángel y el relámpago de El Catatumbo
nadas de racionalidad y de pasión; mujeres de azahar y de amaranto que flotan en las atmósferas y en las ensoñaciones de este mundo desarticulado y confuso. Mujeres que construyen desde los jirones vegetaciones húmedas que vibran como volcanes a punto de eructar; mujeres que son selvas de ternura y desiertos ominosos, luz y sombra, palabra y silencio. Mujeres que flotan en el reflujo de las olas del mar más antiguo como plumas livianas de aquellos pájaros que no han renunciado a la libertad.mujeres luchadoras impregnadas de racionalidad y de pasión
mujeres de azahar y de amaranto que flotan en las atmósferas y en las ensoñaciones de este mundo desarticulado y confuso.
Mujeres que construyen, desde los jirones, vegetaciones húmedas que vibran como volcanes a punto de eructar
mujeres que son selvas de ternura y desiertos ominosos, luz y sombra, palabra y silencio.
Mujeres que flotan en el reflujo de las olas del mar más antiguo, como plumas livianas, de aquellos pájaros que no han renunciado a la libertad.


Manuel Gómez






Declaro solemnemente que amo a esta mujer de sonrisa franca, que la extraño con urgencia bajo los aguaceros y sin el amparo de las estrellas; dejo constancia que ninguna de estas emociones me ha sido impuesta, ni conminado, ni han sido declaradas bajo coacción, sino que han sido manifestadas voluntariamente después de constatar que estoy rendido ante su fragancia de rosas, que esas emociones corresponden a mi extravío en los recovecos de su cocina y que he cometido el pecado de beber la poción sagrada que habita entre sus piernas; en función de lo cual propongo que se me declare sujeto a observación para determinar si mi estado de felicidad es genuino o es un producto de origen dudoso Made In Taiwán, con apariencia sólida cuando en realidad se extingue a los ocho meses. 
Pido que se incluya esta declaración en acta y que quede constancia para la causa, de tal manera que yo como procesado, como extraviado, como lujurioso, como forastero, como esclavo de memorias atávicas, como reflejo límbico y como pecador empecinado; tenga las garantías suficientes de que seré compensado con la mirada dispuesta y amorosa de la mujer que cada vez que mi alma transmigra ha sido la causa de mi perdición.


Manuel Gómez
miércoles, 18 de enero de 2017

No puedo escapar del sofá en el que habitamos hace siglos; te miro a los ojos con tanta ternura que “… temo que te me rompas al más leve tropiezo”, te beso las manos para que salgan a volar como palomas blancas en procura de encontrarme al borde de mis labios; te rozo los pezones con una sed que viene del desierto para sentir los estremecimientos de mínimos volcanes que se desperezan vibrátiles y erectos.
Tu respiración es una historia que yo me sé de memoria, y que sin embargo, tú me cuentas con matices de azafrán, con tacto de maná, con abluciones en los lavatorios de las mezquitas, con cantos de muecines que recorren los techos de una ciudad olvidada y gris. Tu respiración me pide que cabalgue tus humedales mientras mis manos descorren las cortinas verdes de los tersos follajes de un amazonas recóndito, tu respiración corre entre los árboles como una fiera herida, se agazapa entre los matorrales, salta entre los charcos que no saben de luz, se sumerge en un río lleno de peces palpitantes y estalla hacia las sabanas abiertas cuando, agobiado, bebo de tus pozos lujuriosos la esencia de la vida.
Mi silencio te cuenta que no he vivido ni viviré sin ti; te buscaré en los libros que proponen “... El amor apasionado, aunque tenga por objeto a la propia mujer, es también adulterio” o te buscaré entre las calles sucias de la ciudad como también sugiere LD “… Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes”.

 Manuel Gómez 


Te quisiera contar
quiero decirte historias fabulosas
en las que yo trepaba volcanes tembloroso
en las que tu surgías de las entrañas del desierto
en las que yo blandía la espada luminosa,
historias de nenúfares flotantes
y de gnomos cabalgantes de caballos de mar.

Te quisiera contar
que no hay olor de primaveras sin Marías
que se han muerto los gestos
de estar arrebujado entre tus senos
que se apagó hasta el fondo la ternura,
ya no hay más risa fresca
ni “hijo de mi alma”.

Te quisiera contar
que me mirabas temblorosa a toda hora
que echaste a un precipicio mi malicia
que el beso que faltó fue el de tu ida
que espero en el silencio por el beso
que nunca hablo de ti. Sobran excusas.

Te quisiera contar
que a la feria del mundo me apresuro
que en urbano antropoide me trastrueco
que ando tras el reflejo de tu huella
que busco tu promesa subterránea:
“el sábado en el pueblo cielo mío”
tengo urgencia rural y de tu abrazo.

Te quisiera contar
que tengo amigos que ríen dulcemente
que nadie como tú para la risa
que me sobran los griegos con su Olimpo
todos bajan los ojos apenados
tu nombre es oración entre sus labios
todos llenan un cuenco de memorias
con el pasto de amor que nos dejaste.

Te quisiera contar
que andabas reducida con tu oficio
 que atabas con un hilo de ternura
la vida de los sabios y los simples
que el florido fustán que te cubría
alumbraba tu paso poderoso
o lo alumbrabas tú que te obstinabas
en nacer cada día mariposa.

Te quisiera contar
que trabajo ardoroso con el tiempo
que pintamos los días de mañanas
que ya no hay calendarios con octubres
puedes volver tranquila cuando quieras
por el hueco de abril todos se asoman
cosmogónica diosa de “La Ceiba”.

Te quisiera contar
Pero dejé la fábula en tus manos.



Manuel Gómez Naranjo

Coro, 25 de Junio/86.